A veces, cuando me quedo desnuda frente a un espejo, acaricio los tatuajes. Toco la golondrina y trato de pensar en mí, a los diecisiete años. Me veo sentada en esa incómoda silla, mientras mi tía me preguntaba si dolía. La aguja no dolía. El dolor venía de otra parte. Pero no se lo dije, claro, nunca lo hacía (y sigo sin hacerlo).
Poco después, a los diecinueve, un tatuador simpático estampó «sobrevivir cansa» en la muñeca derecha. Aquello no dolió, ni por fuera ni por dentro. Iba a estallar de felicidad. Luego llegó la noche y pensé que me moría. La falta de aire, la presión del pecho, me ahogo.
Pero no me ahogué. Ninguna de las veces que sentí que me faltaba el aire me rendí. Todo pasa, dice mi madre. Aquello pasó y yo sobreviví, lo hago cada día.
La gracia de vivir es levantarse después de cada hostia, ¿no?
No hay comentarios:
Publicar un comentario