La abuela pasó hambre
mucha, mucha.
Y ella nos pedía que comiéramos
más, más.
No entendíamos que la abuela
había vivido la guerra.
No entendíamos que hay cosas
que nunca se olvidan.
Nunca, nunca.
La abuela duerme
mucho, mucho.
A mediodía
me agarro a sus manos
y llegamos a la cocina,
pasito a pasito.
Sentada frente al plato
la abuela no recuerda cómo abrir la boca,
cómo masticar,
cómo tragar.
Y con cada cucharada
yo se lo recuerdo.
La abuela termina
y el beso le llega con felicitación:
¡eres una campeona!
Los ojos ausentes me lo recuerdan:
la abuela es ahora una niña.